Hay mucha gente que vive de oídas, pero yo prefiero vivir en
primera persona. Por eso, me he instalado en un hutong. Como todo en la vida, tiene sus ventajas y sus inconvenientes. En este caso, más de lo
segundo. Aún así, prefiero contarlo a que me lo cuenten.
Un hutong no es
más que un callejón en pleno centro del casco antiguo de Pekín. En épocas
imperiales, cuando los emperadores disfrutaban de la inmensidad de la gloriosa
Ciudad Prohibida, los oficiales y gente de bien vivía en los alrededores, en lo
que hoy se conoce como hutonges. Con
todo lo que ha llovido desde entonces, a día de hoy sólo vive gente humilde en
estos callejones de mala muerte. Gente sin más aspiraciones que una vida sencilla, a
la vieja usanza. De hecho, toda la familia e incluso varias familias comparten
este tipo de viviendas, en las que de forma habitual, el baño es comunitario.
Lejos de respetar este tipo de vida comunitaria, bajo el régimen del amigo Mao se destruyeron
algunos de los hutonges más antiguos
(se estima que unos 200). Al fin y al cabo, simbolizaban una rémora dinástica
con cierto toque cultural e histórico y, por tanto, había que arrasar con ellos.
Vista de un hutong. Fotos A.Perez |
La vida en el hutong
es humilde por definición. Apenas hay lujos a los que arragarse, pero también
es cierto que no falta de nada. Una mujer (española) que acabo de conocer
siempre me dice “Ana, sólo ten en cuenta una cosa: no hay nada que podamos
enseñar a los chinos”. Y digo yo que,
siendo los chinos los que inventaron la pólvora, más viejos que la pólvora son
ellos y, por tanto, poco tenemos que hacer. Sin embargo, es cierto que tenemos mucho que aprender de
ellos. Llevo escasos días en el hutong,
tiempo suficiente para darme cuenta de lo mucho que tengo y lo poco que
necesito.
La humilde familia que me acoge -y padece- me ha hecho un
sitio en su destartalada buhardilla. Un cuartucho de mala muerte al que estoy
empezando a coger cierto cariño, aunque tenga una de las camas más incómodas en
las que jamás he dormido.
Pero quien algo quiere…. Y como el chino es y será una
lengua útil y rentable, nada mejor que convivir
con una familia tradicional china en la que nadie habla media gota de inglés. Pero -sospresas te da la
vida-, resulta que la señora de la casa,
una entrañable campesina de la provincia de Hebei que ronda fácilmente los 70,
resulta que sabe contar hasta 10 en español. Va a ser cierto que no tenemos
nada que enseñar a los chinos…. La pobre mujer habrá tenido que contar tantas
veces hasta 10 que, en su día, decidiría aprender a contar también en español,
aunque en su vida haya salido de China. Afortunamente, es lo único que sabe
decir en nuestro idioma. Al menos eso dice ella, aunque bien es cierto que con
los chinos uno nunca sabe a ciencia cierta.
Vista del hutong desde mi ventana |
En cualquier caso, después de innumerables y aburridísimas
clases de chino en Hong Kong, llego a la China pura y dura y resulta que no
entiendo ni media.
Al fin y al cabo, mea culpa. Es como ir a estudiar español a
Cataluña. Una pérdida de tiempo. Bien es cierto que por entonces, igual que los
catalanes, tenía otros motivos, más allá de la lengua, para instalarme en la ex
colonia británica.
Ahora que sólo me mueve la lengua -el chino, me refiero-, me
doy cuenta del absurdo de los dialectos. Pero también entiendo, ahora que vivo autodeterminada, lo adictiva que es la
vida independiente. Aunque sigas necesitando subvenciones.
¡¡Esto sí que es la China profunda!!
ResponderEliminarAunque como bien dices, para conocerla bien, nada mejor que adentrarse en ella y captar tú misma la realidad, con tus propios sentidos. Nada de que te lo cuenten... ¡Hay que vivir en primera persona!
Me alegro de que compartas al menos una pequeña parte de tus descubrimientos. ¡Y espero que sigas haciéndolo!
Un beso enorme
R